Mar del Plata tuvo su propio aquelarre urbano este 31 de octubre, y no precisamente en un boliche habilitado. En una casa ubicada sobre la calle Arenales, entre Azuenaga y Larrea, se celebró una fiesta de Halloween que comenzó alrededor de las siete y media de la tarde y se prolongó hasta el amanecer, entre risas, gritos, música ensordecedora y la indignación de los vecinos que, una vez más, se sintieron abandonados por las autoridades, ya que el “festejo” se prolongó hasta las 5 de la madrugada.
Según relataron residentes de la zona, el festejo, atrajo a decenas de personas disfrazadas, mantuvo la música a todo volumen hasta pasadas las cinco de la mañana. Los llamados al 147, línea municipal de reclamos, y a la policía no lograron frenar el descontrol. “Nosotros no pudimos dormir en toda la noche. Era como tener un boliche en la vereda”, contó una vecina que pidió reserva de identidad, cansada de que las denuncias nunca prosperen.
Evidentemente, se trató de una fiesta con aire vintage. Por la música que se escuchó, temas de La Joaqui, Cacho Castaña, Cristian Castro y otros clásicos del repertorio nostálgico, , todo indica que los protagonistas no eran adolescentes rebeldes, sino vecinos de entre 30 y 40 años. Ya no son los jóvenes los que desafían el descanso ajeno: ahora, parece, son los propios habitantes del barrio quienes olvidan las normas de convivencia cuando llega la noche y el volumen se dispara.
La ausencia de Inspección General fue tan notoria como inquietante. Se trata del mismo organismo que en otras ocasiones ha clausurado bares, boliches y restaurantes por superar los límites de sonido o por mínimas irregularidades administrativas. Esta vez, sin embargo, el silencio oficial fue total. Ni móviles, ni inspectores, ni siquiera un intento de intervención durante toda la madrugada.
El contraste resulta llamativo: mientras se multiplican los controles en locales habilitados que pagan impuestos y deben ajustarse a estrictas normativas, una fiesta privada, sin permisos ni medidas de seguridad, pudo extenderse durante casi diez horas sin interrupciones. La sospecha se impone: ¿sería acaso un evento organizado por alguien con contactos dentro del poder local?
En Mar del Plata, donde el ruido y el descontrol suelen ser argumentos oficiales para justificar clausuras inmediatas, este episodio desnuda un doble estándar. Lo que para unos es “insoportable contaminación sonora” parece convertirse, para otros, en una simple celebración juvenil.
Halloween dejó en la ciudad no solo restos de disfraces y botellas vacías, sino también un mal sabor institucional: la sensación de que la ley no se aplica igual para todos. Y que, cuando los fantasmas del poder se mezclan con los de la noche, ni el más bravo inspector se atreve a tocar la puerta.
