El dato se impone como un titular incómodo: 12.235.726 argentinos decidieron no votar en las elecciones legislativas de este domingo . Es decir, un 34% del padrón electoral, que asciende a 35.987.634 ciudadanos. Una cifra que no sólo revela apatía, sino también un mensaje profundo, y quizás doloroso, sobre el estado anímico de una sociedad que parece haber perdido la fe en el poder del voto.
El ausentismo no fue casual ni homogéneo. Se trató de una abstención extendida en todo el país, que atravesó provincias, edades y sectores sociales. Pero detrás de los números fríos hay una trama compleja de causas que reflejan un fenómeno más hondo: la distancia creciente entre la ciudadanía y la política.
Del desencanto al hartazgo
El hartazgo económico fue uno de los motores principales. Tras años de inflación persistente, pérdida del poder adquisitivo y un horizonte sin certezas, buena parte de la población sintió que ninguna boleta ofrecía una salida real. El desencanto se tradujo en desinterés. Para muchos, acudir a las urnas significaba refrendar un sistema que no da respuestas concretas a las necesidades cotidianas: el empleo precario, los precios que suben cada semana, la inseguridad en las calles, la no respuestas a los reclamos populares (léase jubilados, universitarios, médicos, entre otros) .
A esto se suma la falta de carácter social de la política, que ha dejado de conectar con los problemas reales de los votantes. Las campañas se enfocaron más en las disputas internas y en el marketing de ocasión que en la construcción de un proyecto común. Los candidatos parecían hablar un idioma distinto al de la calle, y ese desfasaje se transformó en distancia emocional.
Corrupción, promesas rotas y campañas negativas
El descrédito de la clase política es otro de los factores decisivos. La percepción de corrupción y la repetición de escándalos minaron la confianza pública. En ese contexto, las promesas incumplidas se acumulan como cicatrices de una democracia que, a los ojos de muchos, promete mucho y entrega poco.
Las campañas negativas y la proliferación de noticias falsas también jugaron su parte. En lugar de inspirar, buena parte del discurso electoral se centró en atacar al adversario o en agitar el miedo. La conversación pública se volvió áspera, desconfiada, polarizada. El ruido político terminó por expulsar al ciudadano común, que eligió el silencio del ausentismo antes que participar en una contienda que percibió vacía de sentido.
La crisis del voto como espejo social
El ausentismo electoral argentino no es un hecho aislado: es un espejo de una crisis de representación que atraviesa a muchas democracias contemporáneas. Pero en Argentina, donde el voto es obligatorio y el acto de sufragar fue históricamente símbolo de participación y conquista cívica, esta cifra adquiere un peso particular.
Más que una estadística, los 12 millones de ausentes son un grito silencioso. Una señal de advertencia sobre un país que ya no se siente representado, ni por los discursos, ni por las promesas, ni por la esperanza de cambio. En el gesto de no ir a votar se resume el cansancio de una sociedad que mira a la política con escepticismo y que, al menos por ahora, ha decidido tomar distancia.
M.A.
