
Se nos fue Walter Saavedra, un auténtico combatiente a favor de su clase social. Aquí no desapareció un anónimo, ni un ignoto ni un desconocido. Murió un poeta. (Por Mario Gianotti).
Tu relato fue una de las bandas sonoras de mi adolescencia futbolera. Narrabas fútbol con las tripas, hiciste micrófono en mano que las transmisiones deportivas se transformaran en una pintoresca y atrapante puesta en escena, casi teatral. Tu vozarrón, con aura gardeliano, embelleció todos los paisajes radiofónicos. Cuan cierto es aquello que dijiste cierta vez: “Yo solo leo en voz alta lo que los jugadores escriben con sus pies”.
Aprendiste el oficio bajo el humo de los cigarrillos, volutas que se impregnaban en los teclados de las viejas máquinas de escribir del Diario El Atlántico. Fuiste aprendiz de poeta en aquella bohemia redacción con olor a tinta y papel. Fuiste periodista en las calles y en los arrabales más pobres de tu Mar del Plata. Nunca transaste con el establishment empresarial ni fuiste bufón de los patrones.
Ejerciste la profesión desde una inquebrantable coherencia ideológica. Abrazaste desde una joven militancia en el Partido Obrero los más nobles paradigmas del Che. Desde la radio, empuñando un micrófono, gritando goles populares, siempre fuiste capaz de sentir en lo más hondo de tu ser cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo.
La casta periodística te miraba de reojo, algunos de sus integrantes decían que estabas loco, que no encajabas en sus estúpidas y acomodaticias pautas de convivencia. Eras muy buen tipo, no corrías tras la guita ni la fama, no pisabas cabezas ni vendías tus convicciones al mejor postor. Hacías lo que te daba la gana y como te daba la gana.
Hace apenas algunos días el maestro Ángel Cappa, reflexionando juntos sobre el “Maradona político”, me dijo que Diego fue, entre tantas otras cosas, en lo profundo y en lo esencial, un auténtico combatiente a favor de su clase social. Creo, humildemente, que tu poesía futbolera, pletórica de desobediencia y rebeldía juvenil, también oficio como un arma cargada de futuro, fue fusil de un noble soldado que dio batalla en favor de los nadies, de los pobres, de los ninguneados, de los expulsados de este macabro modelo capitalista.
El Nene Panno escribió en tu homenaje una hermosa crónica en Página 12. Rescato una idea: “su tono poético traía reminiscencias de Osvaldo Ardizzone, de Héctor Negro, de Homero Manzi, gente a la que admiraba”.
Sin lugar a dudas fuiste el poeta del gol, fuiste un narrador de historias corriendo detrás de una pelota, fuiste la voz de aquellos que alguna vez el inolvidable Osvaldo Ardizzone describió y llamó el hombre común…
“Que es ese que sale el sábado a la noche con la familia
a comer con los pocos mangos que le queda.
Es ese que todavía sueña.
Es ese que todavía cree.
Es ese que todavía espera.
Es ese que se juega entero a la ingenuidad de una camiseta
en la tarde del domingo
Es ese que llena los negocios el día de la madre, del padre, de la tía, de la cuñada y de toda la parentela que le inventen.
Ese ese que llega la noche de navidad a su casa
con los brazos cargados de paquetes.
Es ese que se gasta los pocos mangos que le quedan
para que el hijo vaya a la piscina del barrio
con las zapatillas de una, dos, tres, y cuatro tiras, si las hubiere.
Mira todo lo que es el hombre común, al cabo la vida
la vida común si te parece, pero la vida.
Una bronca, una rebeldía, una esperanza, un sueño
la casa, los hijos, la mujer, el laburo.
El laburo de ocho horas para ganarse un mango y atorrar las ocho horas como manda la biblia,
para la salud del cuerpo y del alma.
Mirá, si vos querés conocer al hombre común
andate cualquier mañana de estas
a las estaciones terminales: Constitución, a Retiro, al Once.
Lo vas a ver en esa maza informe, en esa esa avalancha que invade los andenes
a la hora indecisa del amanecer.
Diez mil, cien mil, un millón de caras
porque parecen todos iguales.
Muchachas, muchachos, pibes, viejos.
Después invaden los negocios
y compran hojitas de afeitar, cigarrillos, el diario
toman el café apresurado en el bar de todas las mañanas.
Ese es el hombre común
hasta que un día, uno de esos tipos
de esos comunes dejaran de frecuentar el hábito
de todas las mañanas
en la avalancha de los andenes a la hora indecisa del amanecer”.
Como un integrante más del equipo de Juga en Primera, escribo y leo estas líneas en la cabina numero 10 del estadio José María Minella, en la previa de Alvarado vs Los Andes. Desando este manojo de palabras con la pretenciosa intención que las mismas se trepen al cielo, que viajen por el éter desde Mar de Plata hasta tu querida Santa Fe, para posarse cálidamente en el final de su vuelo en cada una de las canchas donde tu voz fue música para los oídos de los más humildes hinchunes del tablón.
Se nos fue Walter Saavedra, un auténtico combatiente a favor de su clase social. En este caso querido Osvaldo Ardizzone, aquí no desapareció un anónimo, ni un ignoto ni un desconocido. Murió un poeta.
¿Cuál? Usted dice ese relator que jugaba sus picaditos de la infancia en la canchita del Barrio Los Pinares, en Colo Colo, en Judiciales. ¿Cual? Ese flaco esquelético que se soñaba futbolista profesional desde la inmensa soledad de un arco, ese pibito que iba al estadio San Martin apretujando la mano de su padre albañil para ver como el Gringo Zampatti rechazaba y rechazaba en un rabioso clásico del puerto entre Talleres y Aldosivi. ¿Cuál? Ese pibe que miraba embelesado el mar y se divertía juntando caracoles entre las rocas. Ese que aprendió la materia fútbol escuchando la Spica de su abuelo.
Si Don Osvaldo murió Walter Saavedra.
¿Cómo usted no sabía? Murió. Ese hombre común, ese poeta murió
¿Murió? ¿Y cómo murió?
Comúnmente. ¿O es que hay algo más común que la muerte?
Mario Giannotti
(ww.loquepasa.net)
