
Es verdad que Consejo Escolar de Gral. Pueyrredon volvió a tomar posesión de una escuela que fue abandonada hace quince años. Es verdad que fue un trabajo en equipo, de diálogo, de colaboración y de empuje. Es verdad que tuvimos sentimientos encontrados, que tomamos muchas precauciones, y que sentimos un poco de miedo.
También es verdad que había un perro muerto.
El perro estaba en el medio de lo que había sido el patio de la escuela. Yo no quise mirarlo. Aunque después me obligué a hacerlo.
Él era la víctima visible de la desidia cotidiana.
Cuando estábamos investigando quién vivía en ese edificio abandonado, los vecinos nos dijeron que había un hombre con un perro grande. Y que el perro impedía que los delincuentes se metieran en el espacio. Todo el entorno había naturalizado la existencia de una escuela completa abandonada, que un extraño habitara en ese espacio y que el perro fuera el guardián contra la delincuencia exterior.
Nadie se preguntó qué había pasado con el perro cuando su dueño, que cuidaba la escuela contra la delincuencia, cayó preso. Nadie intentó abrir una rendija por donde pudiera darle agua, comida, algo. Nadie.
¿Qué es lo que falla, cuando falla todo?
Pregunté por él a varias personas, muchas veces. Y todos dijeron que el perro ya no estaba, que se había escapado cuando se llevaron al dueño, que ya no se escuchaba más. Y les creí. Porque es inconcebible que quienes aseguran defender lo que defienden, que es la educación, permitan que muera un perro sin intentar evitarlo.
Les creí, pese a que algo me decía que no tenía que creerles. Después, en el trajín contra la barbarie de todos los días, en el intento de recuperar el espacio, nadie volvió a hablar del perro. Y yo dejé de preguntar.
La cosa es que, dos días antes de entrar al lugar, cuando estábamos preparando el operativo, me llamaron y me dijeron: Vamos a llamar a Higiene Urbana. Porque hay un perro muerto. Y parece que sucedió recién.
Entre que el dueño fue a la cárcel y encontraron al perro, pasaron 20 días.
Veinte días donde la misma gente que dijo que el perro las defendía cuando ladraba, no se preocupó por saber si estaba vivo.
La misma gente que naturalizó el deterioro de toda una escuela, porque vivía una portera que además, era un “amor de persona” y todo el mundo la quería.
Yo sentí una furia que no sentía hace mucho. Porque siempre parece haber un escalón más hacia la desidia. Más abajo. Más hondo.
Nadie vio al perro, porque verlo, hubiera significado tener que hacerse cargo. Abrir la puerta, o llamar a zoonosis, o tirarle comida por arriba del muro. Verlo hubiera significado tener que salir de la comodidad del estancamiento. Y decidir pelear por algo, por alguien, aunque no pareciera tener algún sentido.
Nadie vio al perro, ni al edificio. Ni a las paredes derrumbándose mientras las escuelas estallan por falta de lugar. Nadie. Ni los vecinos, ni los equipos, ni los docentes, ni los estudiantes. Ni los funcionarios, ni los políticos. Nadie.
Porque todos dicen que sí, pero a nadie le importa un perro muerto.
Hasta que empieza a dar olor, y molesta.
LA EDUCACIÓN, HOY, ES UN ENORME PERRO NEGRO. MUERTO DELANTE DE TODOS, Y QUE NO NOS OBLIGAMOS A MIRAR.
Ojalá valga la pena hacerle frente al deterioro, firmes en la esperanza de construir un futuro mejor.
Por Mónica Lence