Nos faltaron cosas.
Nos faltó una despedida alegre, un compartir a la salida de la misa. Un Quién trae algo dulce, un Yo tengo café, un Llevo sanguchitos…
Nos faltó un Qué le podemos regalar para que nos recuerde…
Nos faltó ponernos de acuerdo en un presente, y discutir por los colores, o por la tarjeta, o por ver qué grupo firma primero para que supiera cuánto nos habíamos ocupado y ser los preferidos.
Nos faltó un A qué parroquia lo mandarán, un Yo conozco alguien ahí, un Acompañémoslo el día que asuma. Un Que sepan lo querido que es por nosotros.
Nos faltó verlo cerrar un ciclo, decirnos quién era cuándo llegó, cuánto cambiamos todos en este tiempo, qué grato fueron los años compartidos. En quienes nos fuimos convirtiendo.
Nos faltó ver a su mamá en el primer banco, después de habernos dado tanto, sintiendo cuánto valoramos a su hijo. Sonriendo.
Con todos rodeándola a la salida y diciéndole la tristeza que nos causa que lo destinen a otro lado. Nos faltó el canto de su hermana.
Nos faltaron sus risas y sus chistes para no vernos tristes, y le faltó vernos con las caras de amargados que siempre ponemos cuando un sacerdote se va de nuestra cotidianeidad, para irse a nuevos rumbos.
Nos faltó elegir sus canciones favoritas para la última misa como Párroco, llorar como si fuera el fin del mundo, abrazarlo para que sepa lo que nos significó.
Nos faltó acompañarlo. Nos faltó acompañamiento.
Pero hicimos todo lo que pudimos hacer. Nadie puede decir que no hicimos todo.
Nadie.
Hablamos poco y hablamos de más. Pedimos mucho, y dejamos de pedir. Nos enojamos y volvimos. Nos esperanzamos y perdimos la esperanza. Nos resignamos y nos cuesta avanzar con esa resignación encima. Tenemos sentimientos contradictorios.
Sentimos alegría porque un nuevo Párroco viene a trabajar con nosotros. Y queremos que se sienta cómodo, que esté contento, que sepa que le damos la bienvenida. Pero también sentimos culpa, y enojo y esa sensación de no habernos podido despedir como él lo merecía.
Y ese difícil sentimiento de no haber podido vaciar su espacio para que lo ocupe alguien más. Esa sensación que de algún modo continúa con nosotros aunque llevemos meses sin verlo ni hablarle.
Hay algunas personas que solo deben irse por la Puerta grande y con honores.
El Padre Luis es una de esas personas.
Hoy tenemos que despedirnos sin nada de lo que se merecía él. Tenemos que seguir adelante.
Porque no tengo ninguna duda que eso es lo que él nos diría.
Lo sé porque hace unos años, estando en el Santuario Jesús Misericordioso, a el lo trasladaron a La Asunción. Y yo me quise ir con él.
Y le dije Mi casa queda cerca de allá, me conviene más.
Y era obvio que yo le estaba mintiendo porque quería ir adonde fuera él, adonde fuera Lili con el coro, adonde fueran ellos….
Y me dijo que no. Que me quedara allá porque no había catequistas. Que mi tarea era despegarme de los hombres y seguir por otros motivos. Que me pusiera a disposición del Padre Pablo.
Y me quedé tres años allá.
Cuando, después de esos tres años le dije que quería ir a la Asunción yo ya tenía motivos más reales y me dijo que sí.
Por eso me quedo en Asunción. Porque él me enseñó eso.
El me enseñó a seguir lo importante y a que El importante no era él y que “Al Importante” se lo seguía a pesar de las injusticias y a pesar de no entender porqué. En medio de la oscuridad.
Y me quedo a pesar de todo. Porque yo sé, estoy segura, que un día cualquiera…cuando menos lo esperemos…Dios va a acomodar todas las cosas.
Y nos vamos a despertar y en alguna red social alguien dirá que vuelve el Padre Luis, y podamos ir a acompañarlo, junto a nuestro nuevo párroco, y decirle a su nueva comunidad: Cuídenlo, porque ese, ese que está ahí, nos enseñó a seguir a Dios.
Con su madre sonriendo desde el primer banco, y un ágape para compartir a la salida de la misa.
Por la puerta grande.
por Mónica Lence