Aunque para el público masivo se trata del hombre que profería risueñas frases que rozaban lo grotesco por su nivel de incorrección, muchas de ellas pronunciadas en un famoso reportaje televisivo viralizado a partir de su uso como separadores; la muerte de Ricardo Iorio significa la pérdida no solo del máximo prócer del heavy metal local, sino de una incómoda voz que amplificaba el sentir de millones de personas que, a distintos niveles, se mueven por los márgenes de la sociedad.
Tanto desde la seminal V8 -a esta altura, una banda de culto-, como desde la legendaria Hermética y la más cercana Almafuerte, este artista reflejó con precisión e innegable talento la idiosincrasia de la clase trabajadora argentina, aunque muchas veces ese pensar no se ajustara a los cánones dictados desde la extrema corrección política.
Nacionalista acérrimo y ultracatólico, Iorio trasladaba esa postura a su arte, con su reconocimiento a la herencia musical legada del tango orillero y del folclore, y su poderosa lírica, a la que sin medias tintas cargaba de crudeza para alertar sobre el inexorable destino de explotación que esperaba al peón rural o al obrero de una fábrica del conurbano.
Claro que todo eso no lo hacía desde una mirada que contemplaba la posibilidad de una futura iluminación a partir de la toma de conciencia social, sino que daba cuenta del resentimiento y las facetas más oscuras que atravesaban a estos sectores.
Ya desde sus primeras apariciones en la escena local, Iorio marcó estas diferencias al volcarse al heavy metal y, desde allí, presentar una voz disonante en tiempos en que el rock argentino oscilaba entre el viejo hippismo y el fulgor de la modernidad marcada por la primavera democrática.
Incluso, hasta podría trazarse un acertado paralelo entre el joven Iorio que lanzaba improperios contra los hippies a la cámaras que registraban el backstage del festival B.A.Rock de 1983 y el provocador que, en años más recientes, causaba asombro a Beto Casella en su rol de entrevistador por las barbaridades que podía decir.
Inconformista y polémico, Ricardo Iorio miró para el lado de Black Sabbath, Motorhead y Judas Priest, entre otros, a la hora de conformar sus primeras bandas, a finales de los ’70. En el plano local, en vez de prestar atención a las voces de los gurúes del rock argentino, como Charly García y Luis Alberto Spinetta, optó por tomar como modelo al rock del Oeste, esa especie de subgénero que se alimentaba del sonido crudo y letras suburbanas, y oficiaba de banda sonora de los jóvenes del conurbano.
Así fue modelando a V8, acaso la primera banda cien por ciento heavy metal argentina, que hasta mediados de los ’80, y con el espaldarazo de Pappo, marcó un camino alternativo en tiempos de recuperación de la democracia y algarabía musical establecida que se nutría de la new wave y el pop bailable.
Tan poderoso resultó el influjo de V8 que de las esquirlas de su separación surgieron nuevas bandas que ampliaron la oferta para aquellos jóvenes del conurbano que, así como avanzados los ’90 eligieron a la cumbia y actualmente optan por los ritmos urbanos como canal de expresión, en aquellos años conformaban el grueso del público metalero. Rata Blanca, Horcas y Logos, son la prueba de ello.
Sin embargo, una vez más Iorio iba a destacarse del resto al darle vida a Hermética, acaso el grupo más relevante por popularidad y calidad del heavy metal argento. Allí, este artista iba a encontrar su carácter definitivo como letrista, síntesis perfecta de los poetas populares, el tango orillero y el folclore de tierra adentro, aquel que se mantenía inmune aún a las lecturas desde las grandes urbes.
Discos como “Ácido argentino” de 1991 y “Víctimas del vaciamiento” de 1994 son grandes ejemplos de esto, al consagrarlo como un preciso poeta del sentir popular, e incluso, paradójicamente, hacerlo acreedor de este reconocimiento a partir de un premio otorgado por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Pero cuando todo estaba dado para que Hermética diera el gran salto y se convirtiera en uno de los números centrales de todo el rock argentino, y por consiguiente en la institucionalización definitiva del heavy metal local, la banda implosionó y tuvo un final que, al igual que ocurre con Los Redondos, nunca fue digerido por sus fans que reclamaron hasta el cansancio una reunión.
El paso siguiente de Iorio fue conformar Almafuerte, toda una declaración de principios ya desde el nombre del grupo, en donde además de ser bajista y compositor, decidió asumir por primera vez el rol de voz líder y darle así a sus líricas un sentimiento especial con sus interpretaciones.
Almafuerte tuvo una larga vida hasta 2016, con discos como “Mundo guanaco” de 1995; la placa que lleva el nombre de la banda de 1998, producido por Ricardo Mollo y primer trabajo de Iorio editado por un sello multinacional; y “Trillando la fina” de 2012, entre otros.
En el medio, el artista lanzó algunos trabajos en calidad de solista, muchos de ellos desde una mirada ligada al tango, la milonga y el folclore. Tal vez su trabajo más emblemático en este sentido sea “Peso argento”, el álbum grabado junto a Flavio Cianciarulo, alma máter de Los Fabulosos Cadillacs.
Pero a medida que fueron pasando los años, el “Iorio personaje” le fue ganando al “Iorio artista” en la consideración popular, sobre todo a partir de algunos comentarios y actitudes polémicas.
Los comentarios xenófobos, racistas y antisemitas no encontraron filtros en boca de esta figura, que incluso sufrió la censura cuando fue eliminado de la grilla del Festival B.A.Rock que se realizó en 2017 en el predio Malvinas Argentinas, del barrio porteño de La Paternal, por la publicación de una foto suya abrazado al referente neonazi local Alejandro Biondini.
Lejos de retractarse, Iorio reafirmó su pensar y su sentir cada vez que le pusieron un micrófono cerca. Pero eso tampoco le significó el rechazo del resto de sus colegas; por el contrario, la mayoría de los artistas nunca dejaron de reconocerle su frontalidad, su coherencia y su hombría de bien.
Probablemente, Iorio haya sido el fiel reflejo de una gran parte de la sociedad argentina, al contemplar todos los matices posibles que la atraviesan, aunque muchos de ellos sean por demás incómodos. Seguramente por eso, el infarto que terminó con su vida a los 61 años en las afueras de Coronel Súarez, en donde consecuentemente se había radicado hace algunos años, haya perforado el corazón del rock argentino en su totalidad.