De golpe, por efecto de la muerte y de las conveniencias, a todos les nació el amor
No importa si cuando vivía lo ningunearon, si lo usaron para justificar posturas políticas, si dijeron que era un traidor, alguien que no amaba su patria. No importa si lo juraron peronista, no peronista, amigo del Fulano que le responde a aquel, o de Mengano que es del grupo de aquellos. No importa cuánto manipularon la opinión pública, para hacerlo ser algo que no era, pero siempre en beneficio de otros y a costa de su imagen.
No importa eso. Hoy les nació el amor. Un amor repentino.
Hoy todos son homenajes. Y no los homenajes de la gente, que llora frente a los informes que pasan en todos lados, pensando cómo no lo vieron antes. Esos son válidos, sentidos, reales.
A los que les nació el amor repentino es a los mismos de siempre. A quienes lo siguen usando como lo usaron en vida para lograr fines personales.
La consigna vuelve a ser tan clara como cuando vivía: “Hay que apurarse antes que pase el momento”: Salir en las fotos haciéndole homenajes. Poner su nombre en los salones, ser los primeros. Competir por la carrera mediática para ver quién lo quiso más, quién lo sufre más, quién lo llora más. Quien hace más cosas en su memoria. Viajar a despedirlo.
Llegar primeros, antes que los otros. Porque políticamente es necesario. Sirve.
Sirve para quedar bien con la Iglesia. Para que se sepa que tal partido político mantiene excelentes relaciones con los círculos de poder. Sirve para que los periodistas levanten las noticias. Para que todos vean. Para pesar más en las listas electorales. En cualquier lista. Para estar en el centro de una escena que a la gente no le importa, pero de la que siguen abusando.
Tan lejos de la gente. Tan a espaldas de lo verdadero. Tan sin alma.
Puedo entender que sea un líder mundial, una figura emblemática, el argentino más importante de todos los tiempos. Puedo entenderlo. Pero él era un pastor. Y era nuestro. Ni por argentino ni por figura.
Por católico.
Y hoy sigue siendo nuestro, aun siendo de todos. Como católicos, no como argentinos, estamos irremediablemente tristes. Viendo como lo proponen para actos, nombres, honores, sin entender el mensaje que él dejó.
Él era católico. No pueden separar al Papa Francisco de su fe, de su casa, de su esencia, de su corazón que era la Iglesia. Una Iglesia en la que dejó su huella con gestos que hablaron más que las palabras y que marcó un rumbo para todos los que la hacemos parte. Y para los que no.
Francisco rechazó el trono de oro que habían utilizado los que lo precedieron, y se sentó en un sillón de cuero y de madera. Eligió no usar los zapatos rojos que eran tradición, y caminó con sus zapatos negros de siempre, ante la mirada de todos, con una sonrisa. Optó por un anillo del pescador plateado, y no dorado, como símbolo de austeridad, humildad y cercanía. Quiso vivir en la Casa de Santa Marta, y no en el Palacio Apostólico del Vaticano, porque era más sencillo. Porque necesitaba el contacto con la gente. Le lavó los pies a presos y a personas con discapacidad, en una clara elección por los más frágiles. Eligió utilizar autos modestos y alentó a sacerdotes y obispos a evitar los ostentosos. Habló con quienes profesaban su fe y con quienes no creían. Y a todos, todos, todos, los invitó a acercarse a la fe a través de la certeza de ser profundamente amados por Dios.
No los invitaba a homenajes ni a gestos de grandilocuencia. Los invitaba a dejarse amar por Dios.
Promovió el diálogo, el encuentro humano. La paz.
Quiso que lo enterraran en un ataúd sencillo. Con un solo nombre: Francisco. No pidió condecoraciones ni exageraciones fuera de lugar. No pidió actos, ni cosas en su nombre. Pidió que oráramos por él, siempre pidió eso: Oración. Ese es el homenaje que le hubiera gustado como Padre de la Iglesia Católica.
Ojalá pudieran entenderlo, aquellos que lo siguen usando. Los que lograron que jamás pudiera volver a la Argentina por haber manipulado sus acciones siempre para el lado que les convenía a ellos. Que son los mismos que se pelean hoy, para ver qué pueden hacer en su nombre, siempre que les permita lucirse como políticos comprometidos con la realidad y el bien común.
Francisco no hubiera querido calles con su nombre. Hubiera querido a todos en su casa.
Fue él, quien en su mensaje para la pasada Jornada Mundial de la Paz, le habló a los políticos y les dijo: “Merece la pena recordar las ‘’Bienaventuranzas del político”, propuestas por un cardenal vietnamita fallecido:
‘Bienaventurado el político que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel. Bienaventurado el político cuya persona refleja credibilidad. Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés. Bienaventurado el político que permanece fielmente coherente. Bienaventurado el político que realiza la unidad. Bienaventurado el político que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical. Bienaventurado el político que sabe escuchar. Bienaventurado el político que no tiene miedo’.
Poner en práctica esas Bienaventuranzas sería el mejor homenaje. Sin tanta sed de protagonismo, sin tanta incoherencia.
Con menos tronos de oro, y más sillas de madera.
Mónica Lence
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